
APUNTES
(Entrevista, junio, 2007) por Stéphane Le Corguillé
¿De Barcelona y de 1957? ¿Qué recuerdas de la infancia?
Supongo que, como todas las infancias, son unos años con aura de misterio, algo vago e indeterminado y con poco orden cronológico. Si fuera un título la definiría como destellos fugaces sin edad determinada. Si habláramos de colores sería una etapa de color amarillo, gris y blanco.
¿Por qué esos colores?
Creo que el amarillo me sugiere la luz que en invierno se filtraba por la galería de casa. El gris, los edificios de aquella Barcelona tristona de l`Eixample, en especial el tramo que cada día andaba y desandaba para ir al parvulario de la Gran Vía. Afortunadamente, más tarde la ciudad hizo un cambio radical. El blanco es, sin duda, la nieve que cayó de forma inesperada un invierno. No recuerdo qué año fue.
¿Y la familia?
Mi padre, abogado de profesión y vocación, era tan fuera de serie como extremadamente estricto. Mi madre era encantadora. Se preocupaba por todo. Los abuelos eran como todos los abuelos, y que, por lo general, no los llegas a conocer muy bien. La excepción fue mi abuela materna, que vivió hasta los 95 años. Era extraordinariamente activa y dinámica. Luego llegaron dos hermanos y una hermana, a quien le llevo la friolera de 18 años.
¿Proviene de alguien tu vena artística?
Mi padre tenía una gran capacidad en casi todos los frentes, y una cultura excepcional, pero la creatividad no era su punto fuerte. Sin duda, ese gen proviene de mi madre. Ella pintaba óleo y acuarela. Recuerdo haber pasado unos días en Port de la Selva compartiendo pinceles con ella. Me pidió que le enseñara a crear fondos y texturas. Eso debió ser unos tres años antes de fallecer.
Entonces ¿no tienes padres?
Lamentablemente, no. Mi padre falleció en 1996. Mi madre en el 2005, y su madre, mi abuela materna, un mes y medio más tarde. Una época especialmente triste.
¿Tu primer dibujo?
Aún conservo una pequeña cartulina que encontré en el baúl de mi abuela. Eran tres soles, azules, amarillos y rojos, al estilo mironiano, supongo que quise representarme junto a mis padres. No tendría más de cuatro años. Pero cuando realmente pensé que el dibujo era algo más fue hacia los ocho años. Ya en el colegio —donde afortunadamente tuvimos dibujo y pintura como asignatura obligatoria—, en uno de los pocos temas libres que nos daban, plasmé una pareja de caballos con connotaciones de cebras, de color lila y las crines naranjas. Me temo que no gustó mucho, y que mis padres y profesores incluso llegaron a preocuparse. Quizá fueran extraños pero a mí me gustaban. Se me abrió la posibilidad de pintar la imaginación.
¿Te acuerdas de tus profesores de pintura?
Sí, claro. Fueron Cabanach, Casademont y Figueras. En alguna ocasión he visto lienzos de los dos primeros. Del tercero decían que también era músico en el grupo de Los Canarios. ¿Los recuerdas? Tuvieron un tema muy bueno: <em ">Get On Your Knees.
¿Y la música?
Algo fundamental. De hecho, soy músico, aunque no profesional. Hace unos veinte años formamos un grupo de rock, y todavía mantenemos la sana costumbre de ensayar un día a la semana. Ante todo somos un grupo de buenos amigos.
¿Qué instrumento tocas?
Intentaron enseñarme piano en el parvulario, y más tarde guitarra, pero creo que me dieron por inútil… Supongo que era demasiado niño. Además, por aquel entonces tuve un serio problema de oído, que amenazaba con la sordera. Afortunadamente con una pequeña intervención se solventó el problema. Pero ya ves, inútil o no, sigo con la guitarra.
¿Qué pintores te marcaron?
En una primera etapa me emocionaron pintores como Nonell, Vancells, Renoir, Monet, Van Gogh y Sorolla, por citar algunos. Por cierto, mi padre me aseguró que mi abuela posó de niña para Sorolla, pero nunca he llegado a ver ese cuadro. Debía de tener unos dieciséis años cuando me inicié en el óleo, intentando imitar a esos maestros. Luego dejé temporalmente la pintura para centrarme en la fotografía.
¿Cómo fue eso?
Sobre los once o doce años me regalaron un laboratorio muy sencillo de blanco y negro. Más tarde mi padre me ayudó a comprar una Nikormat y posteriormente adquirí, con un buen amigo, un laboratorio en color. A partir de entonces trabajé la fotografía durante varios años. Pero a pesar de los buenos resultados acabé por volver a la pintura.
¿Por qué abandonaste la fotografía?
Había ganado algunos premios, incluso internacionales, pero llegó un momento en que la técnica y la composición me resultaban demasiado mecánicas. Además, en aquel tiempo tuve conocimiento de que un fotógrafo, Hamilton, estaba haciendo cosas muy parecidas, y que, para mayor de los males, tenía unas modelos todavía mejores… Así que, aún sin dejar la máquina de lado, opté por complicarme la vida y volver a los pinceles. Me encantaría algún día poder recopilar todas esas fotos.
¿Y tu reencuentro con la pintura?
Me di cuenta de que había cambiado bastante de gustos. Ahora eran Matisse, Modigliani, De Vlaminck, Derain, Kees van Dongen, Jawlensky, Kirchner, Schmidt-Rottluff, y en general la gente de Die Brücke los que me llamaban poderosamente la atención. El expresionismo fue una revelación.
¿Y los pintores españoles?
A decir verdad, a excepción de la época azul de Picasso, en aquel momento no había nadie que me llamara la atención. Es más, y aunque parezca mentira, pintores como Tàpies me resultaban odiosos. Hace unos años reconocí mi error.
¿Cómo llegaste a tu obra actual?
No es fácil de explicar. Son muchos años de lenta evolución y reflexión. Diría que más de treinta años buscando ese concepto que uno lleva dentro pero no llegas a definir. Es una sensación muy especial. Requiere frenar en seco, mirar hacia atrás y analizar las secuencias. El expresionismo fue un detonante, pero tampoco era eso lo que quería pintar.
¿Y qué querías pintar?
La simbología primitiva, pero no exclusivamente por motivos étnicos, sino como expresión espontánea y natural de la espiritualidad del ser humano. En todas las culturas el hombre ha perseguido el mismo fin.
¿Por qué esa pasión por el mundo antiguo?
De muy niño Egipto me fascinó. También es cierto que tuve un gran profesor de Historia (Alejandro Menéndez Pidal) que acabó de despertar en mí una gran afición por la antigüedad. Era muy excéntrico pero gran profesor. Hace ya muchos años, tal vez antes de los 18 años, me enamoré del arte precolombino. América antigua me apasionaba. No sólo su arte, sino todo el misterio que envuelve a sus orígenes. Estudié arte precolombino durante más de veinte años; estudios que culminé con un libro que no he editado sobre sus culturas y orígenes. Lo hice por el mero placer de satisfacer mi curiosidad. Son más de cuatrocientas páginas.
¿Cuál es el eje central del libro?
Es un detenido estudio de culturas y asentamientos tales como Valdivia, Machalilla, la cultura olmeca, maya, Chavín de Huántar, Paracas y Nazca, Monsú, y muchísimas más, incluyendo las del sur de Estados Unidos. Establecí las cronologías e interrelacioné los modelos o patrones artísticos de unas y otras a fin de identificar los estratos más antiguos. Fue un trabajo duro y de mucha dedicación.
¿Y a qué conclusión llegas?
Dicho de forma sucinta, concluí, en base a la cronología, que las manifestaciones culturales líticas se expandieron en sentido inverso a como lo hicieron las expresiones cerámicas, y que era demasiado habitual encontrar patrones sin horizonte, es decir, nacían espontáneamente sin previa evolución. En Europa tenemos una sucesión de hechos muy congruente, pero en América no. Ante esa encrucijada, estudié las culturas prehistóricas de Japón, China y sudeste asiático, pudiendo identificar un buen número de aportaciones asiáticas a las culturas americanas. En sí, y en forma general, no es una teoría nueva, pero la aportación concreta de nuevos elementos creo que es muy interesante.
¿Y el arte africano?
A partir de las culturas precolombinas me fui aproximando a los marchantes de arte y anticuarios. Así empecé a entender el coleccionismo: tener una antigüedad en la mano y valorar su contenido te vincula a ella. Luego, simplemente coincidió que la mayoría de marchantes de arte precolombino también disponía de piezas de arte africano. Ése fue el principio del fin. Las máscaras, los fetiches y las figuras poseen una fuerza inigualable. Lo esquemático y aparentemente sencillo cobra un sentido total. Es arte puro, no concebido para gustar. Sólo existe para atrapar almas. Me esforcé en determinar los simbolismos de las etnias y abstraerlos. Y en eso estoy.
¿Seducido por la magia africana?
Totalmente. Lo cierto es que no he abandonado el arte precolombino, pero el africano me ofrece una potencia superior. No hablo de calidades, sino de fuerza intrín-seca. En un primer momento, y al igual que me pasó con Tàpies, el arte africano me resultaba totalmente anodino. Luego me hechizó. Hoy por hoy, Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos, Alemania, Bélgica, cuentan con los principales coleccionistas y marchantes. En España el arte primitivo todavía está poco presente.
¿Qué tiene ese arte para que tantos pintores lo tomen como referencia?
Es una pregunta complicada, y abarcaría el trabajo de una tesis. Pero de forma escueta, y a título personal, entiendo que esos objetos africanos no son ni existen por sí mismos, sino que sintetizan la facultad de ser, y eso es lo que les otorga el poder de transformación. Ese poder de transformar la realidad es lo que, consciente o inconscientemente, sedujo a pintores como Picasso, Modigliani, Gauguin, De Vlaminck, Braque, etcétera. Yo llegué al arte africano sin conocer la repercusión que había tenido en estos artistas. No obstante, hay una buena diferencia. A ellos su genialidad les abrió el camino a nuevas formas y expresiones. En mi caso, me quedé con su contenido y simbolismo. Es una pintura algo más enigmática por cuanto pretende plasmar la arqueología del espíritu. Toma ese contexto para hablar de la naturaleza humana.
¿Cómo obtiene el arte primitivo ese poder?
Por el simple planteamiento inicial. El artista africano, por ejemplo, rezaba sus plegarias ante el árbol que iba a talar a fin de ejecutar su obra, pidiendo previamente perdón a su espíritu. La elección de ese árbol no era en absoluto caprichosa. Luego ayunaba y se purificaba. Finalmente se concentraba en tallar la obra, y la sometía a los rituales, añadiendo, en su caso, la carga mágica. Por tanto, aquella obra de madera, peor o mejor ejecutada, trascendía su realidad y se convertía en espíritu. Por el contrario, nuestro arte occidental se esforzó en asimilar la realidad; en hacer una escultura y pintura lo más formal posible, es decir, una copia de la experiencia visual. En cambio, al arte africano esa realidad le importa poco. Lo trascendental era que esa obra tuviera desde sus principios los elementos necesarios para que el espíritu pudiera habitarlo. Hay una transformación de lo material en espiritual.
¿Y la magia?
Forma parte del poder, pero siempre es subjetiva. Un fetiche songye, teke o vili no mata a quien es ajeno a esa tribu, sino al miembro del clan que cree firmemente que le puede matar. Como es evidente, quedan al margen aquellos fetiches que contengan veneno en su superficie…
¿Crees en la reencarnación?
No, pero hay determinadas etapas históricas del pasado que me resultan familiares. Hay lugares, como las ruinas maya del Yucatán o un castillo del siglo xii que desprenden una energía especial. Es como si estuvieras reconociendo algo. En cambio hay otros lugares, más impresionantes si cabe, que no te transmiten esa sensación. A veces da qué pensar…
¿Es tu pintura existencialista?
Tal vez sí. De joven me impactaron mucho Sartre y Camus. Probablemente, lo que tiene mi obra es la impronta de un primitivismo, y como tal, la cosmogonía que trata de dar respuesta a la existencia del hombre. En casi toda la simbología están los dioses y ancestros como entes superiores al hombre. La mayor parte de expresiones rituales anhela contactar y unir esos dos mundos para buscar protección y dar sentido al sufrimiento. En todo caso, lo que hay de existencialista en mí es presentar elementos abstractos basados en la realidad, y exponerlos o crearlos como dioses propios, dioses individuales que procuran calmar la angustia natural del existencialismo.
¿Escribes?
Sí, pero al margen de ese libro sobre las culturas precolombinas y una novela, el resto —básicamente poesía— queda para mí.
¿Alguna vinculación con escuelas pictóricas?
Creo que ninguna. Siempre me he mantenido desvinculado de escuelas o tendencias y he huido discretamente de ellas. Hay cierto temor a recibir influencias. Prefiero, para bien o para mal, mantener una pureza, sólo modificada por la evolución propia. Es muy difícil sustraerse, pero al menos he intentado no recorrer una dirección u otra en base a una moda o conveniencia. Incluso he preferido descubrir por mí mismo las técnicas, pues entiendo que desde el momento en que te las enseñan ya estás limitando parte de la creatividad. Ni siquiera, por extraño e insensato que parezca, he tenido apetencia por exponer.
¿Qué no pintarías?
En principio pintaría todo, pero siempre bajo el gesto y la expresión. Pintar emoción. No pintaría un retrato o un paisaje real. A pesar de la técnica que se requiere para pintar como Velázquez, opino que desde que apareció la fotografía ya no tiene sentido plasmar realidades sin alma.
¿Dónde situarías tu obra?
Resulta difícil opinar de mí mismo. Es más fácil que te definan otros. Pero podría decir que es una obra de mucho contraste. Por un lado resulta intimista, emocional y que cuida la sensibilidad plástica. Pero al mismo tiempo desea expresar la fuerza enérgica del espíritu. Es una expresión aparentemente simple que organiza y estructura una emoción serena y a la vez inquietante.
¿Qué deseas transmitir?
Creo, en definitiva, que es una búsqueda. Expones crudamente la soledad de una existencia, reiterada en diferentes formas desde el inicio de los tiempos, con la intención de que sea reinterpretada por otro, buscando que en ese proceso el espectador encuentre la emoción que necesita. Transformar, exponer y prestar la conciencia para sorprenderte y emocionarte. No todo el mundo tiene esa capacidad para saber emocionarse. Algunos la han tenido pero se han olvidado.
Hablas de conciencia. ¿Qué hay tras tu obra 3 Consciences?
Es la búsqueda del equilibrio. Baso la idea en la existencia de una conciencia superior —que también puedes llamar creadora o ley natural—, de una segunda conciencia, que llamaríamos individual y de una realidad. Entiendo que ese equilibrio se consigue cuando los tres elementos se alinean, cuando todo coincide. Pero la verdad, y en el mejor de los casos, es que si bien normalmente intuimos esa conciencia superior, e incluso a veces también la individual, resulta demasiado habitual que una de ellas, o ambas, colisionen con la realidad, provocando un conflicto y, por tanto, un desequilibrio.
¿Un ejemplo práctico?
El primero que se me ocurre: la conciencia superior nos dice que no nos estamos portando bien con nuestro planeta. En casi todos los casos, la conciencia individual es coincidente, pero la realidad no. Eso provoca desorden. Es nuestro mundo y lo tratamos como si fuera de otros; de otros que además fuesen enemigos… Eso entroncaría con la obra We Are Killing the World.
¿Y esas emociones?
Tienen algo de tántrico. Si cuando reconoces una emoción la controlas y consigues la perduración de la misma, tienes mayores posibilidades de que, llegado un momento, eclosione ese interior súbito de forma completa. Pero si no la retienes, por mucho que llores o rías, la olvidas sin más. Ya no la puedes recobrar. Es una forma de vida: vibración corta o larga… graves o agudos.
¿Cuál es tu proceso creativo?
Es muy variable, pero principalmente identificar y abstraer una simbología; crear un vehículo de emoción. Luego buscas la tensión que deseas darle. Eso te lo ofrecen las texturas, los espacios, las rayas o inscripciones. Es básico para trasladar la obra, para otorgarle el valor de memoria o de vivencia del pasado. El resto viene solo. Evidentemente, en muchas ocasiones, quien conozca el arte primitivo, su magia y los símbolos tendrá ventaja para leer entre líneas y descubrir los mensajes. Puede que te guste o no la estética de un trozo de cartón, pero aquel que conoce el arte tribal, y dependiendo del contexto, podrá descubrir en él las estrías de una máscara ritual kifwebe. Eso es complicidad.
¿Hay muchos secretos?
Se trata de expresión y emoción. No todo es tribal o étnico, pero entiendo que esas formas ayudan porque están más próximas al buen salvaje...
¿Rousseau?
No. Disto mucho de entender las culturas primitivas como mundos ideales. Lo que me atrae es que sus creencias responden a una preocupación instintiva y básica. Reconozco que hay un fondo romántico, pero también es rebelde. Me resulta difícil aceptar que en la actualidad podamos permitirnos cerrar los ojos ante esas creencias y símbolos que, nos guste o no, llevamos marcados en nuestros genes.
¿Técnica?
Por mucho que prepares un boceto, analices los materiales y la técnica a emplear, llega un momento en que el cuadro se revela, se manifiesta por sí mismo. Ése es el momento del subconsciente. Es un acto de libertad absoluta donde el único límite es la razón.
Por último, ¿a quién dedicarías la obra?
Sin lugar a dudas a mi hija, a mis hermanos y a la familia que ya no está entre nosotros. Y, obviamente, a esos amigos que no hace falta enumerar, porque ya saben quiénes son.