Eugeni Verdú reúne en esta exposición un conjunto de obra última, en su mayor parte inédita —y que muestra al público por vez primera—, con la que propone una meditación sobre la condición humana a partir de lo que ha sido en todo momento su fuente de inspiración: el estudio del arte primitivo, tanto desde un punto de vista histórico y etnológico como estético y ético. A pesar de que incorpora a su pintura elementos más o menos elaborados de culturas primitivas que ha estudiado apasionadamente a lo largo de muchos años, el pintor no se sirve de este rico acervo sin someterlo previamente a un proceso de interiorización tanto espacial como temporal que le permite la asimilación de aquellos elementos mediante un lenguaje genuino y tremendamente personal. Eugeni Verdú lleva a cabo una meditación sobre la identidad del hombre y su entorno con gran mesura y pericia, aunque pueda dejarse llevar —en un momento dado— por el frenesí que le produce el mismo acto de crear, aproximándose así a los artistas de la action painting norteamericana. Me decía que primero se interesó por el arte precolombino, para luego centrarse en el africano y que de alguna manera su pintura viene a reinterpretar la simbología de ese arte primitivo. Entiende que tanto las artes africanas como las oceánicas o las precolombinas muestran con toda claridad que el valor de una obra es la obra en sí y que las distinciones académicas no tienen valor fuera de un contexto muy limitado. No ha sido, desde luego, el primer pintor que se ha dejado fascinar por el primitivismo, pero resulta distinto de cualquier otro porque ha dado a la modernidad indiscutible de sus piezas, llenas de misterio y trabajadas con gran sabiduría técnica, un estilo personal inconfundible con base a la complacencia en la textura y en la sobriedad del color.
MAGIAS
El azul intenso que aparece en tantas de sus composiciones pone el acento sobre el significado mágico de este color. Tanto en Tsogho Reliquary I y II, como en Peyote, Blue Window o Blue Morocco Door, un azul intenso domina la pintura. Las dos piezas tituladas Tsogho Reliquary I y II evocan aquellas pequeñas estructuras creadas por la tribu Tsogho en honor de los antepasados, y que consistían en una estera o una cesta sobre la que se colocaban los recuerdos del fundador de una estirpe: una piel con la que se abrigaba del frío, sus cabellos, una osamenta…; elementos que el pintor interioriza y va introduciendo sobre el lienzo, sirviéndose de diversos materiales delicadamente tratados, y que, aplicados sobre un fondo negro muy elaborado, transmiten esa fuerza inherente al concepto sagrado que le inspiró el motivo original. En Overlay, uno de sus más brillantes libros, Lucy Lippard habla de modo lúcido y sugestivo, sobre el retorno del arte moderno a modelos primitivos. Como punto de partida supone que el arte tiene una función social y que tiende a transformar el deseo y el sueño en realidad. Sostiene que aquella cultura que en una sociedad de mercado prescindiera de ese elemento social se convertiría sencillamente en una sociedad de manipulación, mediante la cual, las ideas y las más profundas emociones del ser humano serían plenamente asimiladas y controladas. Y concluye que ésa es una de las cuestiones que más inquieta a no pocos creadores de hoy. Podría pues interpretarse que la magia de lo primitivo, tal vez por lo que tiene de innato y esencial, ofrece un marco ideal para explorar libremente esa transformación.
TRANSPOSICIONES: ELABORACIONES Y METAMORFOSIS
Son sin duda los mecanismos creativos más fecundos que se hallan en el origen de obras como Tlaloc II, We Are Killing the World I y II, Ra’Ivavae o Tellem Relief. En Tlaloc II, el dios de la lluvia y las tormentas de Teotihuacán, el pintor representa a la deidad exclusivamente concebida como ente de fuerza sobrenatural, una masa sin forma, tan sólo energía, plasmada sobre un fondo negro que evoca al hulli que prendían los indígenas, y del que brotaba ese humo oscuro que imitaba y reclamaba las negras y densas nubes portadoras de lluvia. En We Are Killing the World I el pintor representa los dos hemisferios bajo los auspicios de una paloma negra, de oscuros presagios: los hemisferios, acuchillados y cosidos, no se ven, no se hablan y tampoco se quieren escuchar. Remata la escena de esa descarnada crítica a la guerra y a la violencia en el mundo la cabeza, sólo insinuada, de una paloma blanca herida en su frente que ha perdido la rama de olivo que llevaba en el pico. Una paloma que ya no puede representar a la paz, y que probablemente esté herida de muerte. A la misma serie corresponde We Are Killing the World II, que podemos considerar, al menos aparentemente, una extensión de la obra anterior. No obstante, y pese a que en efecto Verdú incide de nuevo, y con la misma técnica, en la representación de los hemisferios heridos, la aparición de nuevos elementos, como son un sol negro y el esbozo de un buitre acechando el planeta, nos plantea una denuncia que ya no tiene por objeto la violencia del hombre contra el hombre, sino aquella que genera el hombre contra el medio ambiente: el maltrato al que está sometido nuestro ecosistema. Una composición en la que, por sus detalles, incluso podemos identificar la contaminación y el agujero en la capa de ozono. La inspirada pintura Ra’Ivavae es la metamorfosis de una piragua con la proa partida en dos que ha sido cuidadosamente alheñada, al estilo indígena. Tellem Relief hace referencia al pueblo tellem, que entre los siglos xi y xv habitó el Bandiagara. La misma zona donde más tarde se instalarían los Dogon. La figura, trabajada con polvo de mármol, surge diluidamente del lienzo alzando sus brazos y tratando de arañar con sus manos el cielo para suplicar la lluvia. Memory I y II toman como modelo las incisiones geométricas que cubren la parte posterior de las llamadas muñecas Akua’ba de los ashanti. El pintor transmuta esos rombos originales y los convierte en celdas irregulares que identifica como partículas de recuerdos de su infancia que trata de rescatar del olvido, evocando un tiempo que ya no existe. La composición, el equilibrio y la técnica empleada para suministrar el color la convierten en una obra inteligente y seductora. Eugeni Verdú es uno de esos creadores atentos a la manipulación del arte que, como el artista tribal, buscan la simplificación de la forma, tratando de transmitir a través de cada una de sus piezas efluvios del arte primitivo. Alejándose de la imagen naturalista se vale tanto de la abstracción como del expresionismo, con el fin de crear obras únicas, situándolas más allá de la realidad. Al igual que el artista primitivo, también posee un sentido innato de la forma y del ritmo, de modo que aunque no respete la proporción al uso, jamás cae en la deformación gratuita. Tiene ese movimiento que resulta inherente a los propios objetos que transforma. Tal como en ocasiones me ha comentado, el poder de las máscaras rituales, la finalidad mágico-religiosa de las plantas sagradas que producen alucinaciones, las danzas secretas de iniciación, el culto de los ancestros y la especial percepción de los brujos y chamanes evocan en él apetencias de síntesis emocional. Desde Picasso y su generación, muchos pintores de la Modernidad han vuelto los ojos al arte primitivo atraídos por su fuerza expresiva, su sentido del ritmo y la armonía de las formas, pero sobre todo por la eficacia de su poder de síntesis de modo que la simbiosis entre primitivismo y modernidad ha aportado grandes hallazgos al arte contemporáneo. Las vanguardias históricas se dejaron cautivar por las figuras hieráticas de los pueblos primitivos y reivindicaron con pasión los valores estéticos del arte africano. Los grandes maestros del cubismo como Georges Braque o Pablo Picasso, así como los expresionistas de los grupos Der Blaue Reiter o Die Brücke descubrieron en los fetiches y máscaras africanos la pureza y el anticonvencionalismo que ya no hallaban en el arte occidental. No les atraía mayormente el aura más o menos sagrada que de ellos emanaba sino el aire de misterio solemne y sobrenatural, el respeto y el temor que les producían. Hay que preguntarse por qué fue justo durante el binomio 1906-1907 cuando aquel grupo de artistas que vivían en París fijó su atención en el arte primitivo. Era precisamente entonces cuando el arte de vanguardia había abandonado los estilos basados en la percepción visual y comenzaba a explorar otros, basados en el concepto. Si los impresionistas habían llevado a cabo una búsqueda exhaustiva de lo puramente visual, Gauguin, en cambio, supo avanzar hacia un arte más profundo, más conceptual, más sintético, más estilizado y más puro que combinaba el realismo de los impresionistas con efectos directos, con planos y formas estilizadas derivadas de artes no ilusionistas como el arte popular, el arte egipcio, el arte medieval, el arte persa o el polinesio. Gauguin decía: «No quiero quedarme alrededor del ojo, quiero llegar a lo más profundo del pensamiento». Herbert Read explicaba que a través del estudio de las etnias negras y de los bosquimanos se llegaba a una comprensión más elemental y más vital del arte. La teoría de la evolución vino a apoyar la creencia de que las culturas podían clasificarse según una escala gradual de acuerdo con su dominio de la naturaleza, una escala que iría desde los cazadores-recolectores (como serían los bosquimanos, por ejemplo) pasando por los comienzos de la agricultura, llegando a los descubrimientos técnicos de los antiguos reinos orientales hasta situar al hombre blanco de Europa en la cima de la escala. Teoría errónea puesto que suponía que la mente primitiva era inferior a la del hombre occidental. El eminente antropólogo Franz Boas dejó zanjada la cuestión de una vez por todas en su libro de 1927 Arte primitivo: «Hubo probablemente un tiempo en el que la mente del hombre era diferente de como es ahora, entonces el hombre se hallaba en un período evolutivo y en una condición similar a la de los simios superiores. Tal período se halla hoy muy lejos y no hay ni rastro ahora de una organización mental inferior en ninguna de las organizaciones humanas actuales». Picasso buscaba en el retorno al primitivismo un modo de frenar su facilidad excesiva que hubiera podido llevarle a la rutina y decía que volvía los ojos hacia el arte primitivo como un modo de explorar efectos potentes que no tenía al alcance de su consciente. Era para él un arte anterior a la formación de las Academias que habían impuesto a los artistas una suerte de camisa de fuerza. Cosmogonías ancestrales que pivotan en la creencia de que sus divinidades también ancestrales controlan el universo en toda circunstancia. Una cosmogonía de naturaleza animista: todas las cosas poseen un alma, sean animadas o inanimadas, humanas, animales, vegetales, minerales, todo cuanto rodea al hombre y todo cuanto éste conoce a lo largo de su vida. Para los yorubas el mundo no es lugar de dolor y penitencia sino un lugar apropiado para la vida que no se basa en una lucha entre el bien y el mal dado que ningún hombre, ni ningún dios es absolutamente bueno o malo. Para el credo yoruba, los hombres pueden llegar a persuadir a los dioses de que cambien sus designios. En este sentido, la pintura de Eugeni Verdú puede relacionarse de alguna manera con la de Wifredo Lam, que consiguió una espléndida y convincente simbiosis del credo yoruba y la modernidad. En las conversaciones con Verdú y Héctor Martínez, mantenidas al hilo de la utilización de la religión y tradición como elemento de confrontación, quedó patente la importancia y necesidad de esa simbiosis: «La investigación de antiguas tradiciones y ritos, vigentes o desaparecidos, no sólo ofrece al artista la posibilidad de descubrir una plástica diferente, alejada del materialismo occidental, sino la oportunidad de ensamblarlas, y comprobar que ambas pueden encajar perfectamente».
SIGNOS
Verdú es un pintor que se interesa especialmente por las pinturas rituales y los tatuajes por ser las formas de expresión artística y antropológica más singulares de los pueblos primitivos. Puede representar los espíritus protectores así como algunos animales, sobre trozos de corteza de árbol o cartón profusamente decorado con diseños geométricos —como en Valdivia, Wazenga y Jomon I—. En Cumkú Glyph, el pintor ha sintetizado sobre un papel japón, pegado a la tela, tres superficies bien diferenciadas: la central corresponde a la estilización de un glifo maya y ambas zonas negras que lo limitan expresan las sombras de la oscuridad que tan profundamente inquietaban a los mayas, siempre a la espera de que efectivamente al fin de la noche le siguiera el amanecer, y que técnicamente, en palabras de su autor, se relacionan con el inframundo de los mayas. Formes I y Formes II, concebidas como formas elementales susceptibles de engendrar todas las demás: el triángulo como esencia del misterio, el rectángulo como equilibrio sereno, el círculo como el dinamismo de la introspección vital. Signos realizados en tela, y que, como me comentó Verdú, desean asimismo evocar a sus antepasados fallecidos. En Kifebwe Bukishi, el pintor despliega espacialmente la máscara y la reduce a un único plano, utilizando el cartón corrugado como medio ideal para obtener la misma superfi- cie estriada del modelo original; ordenando la superficie en dos zonas separadas por un trazo negro. El empleo de ese color, junto con el blanco y el ocre, que a imitación de la madera trasluce del fondo, dejan entrever que la máscara tratada se corresponde con la versión femenina o lunar utilizada por los songye en el ritual Kifebwe, representativa de la pureza, paz y bondad. Etana Myth se basa en un antiguo relato de origen sumerio que se remonta al 2500 antes de J.C., y que muy probablemente debe contextualizarse en el período de transición del Neolítico a la Edad de los Metales. Tras una fábula, que describe la rivalidad entre un águila y una serpiente que habitan en el mismo árbol, subyace el reflejo de los cambios sociales habidos en una época que necesitaba legitimar la monarquía y las líneas dinásticas con las que aglutinar el poder. En Yoruba Ifa Divination Board, el pintor dispone los elementos esenciales para representar con trazos exteriores el tablero de adivinación sobre el que el hechicero o babalawo instará al poder de Ifa para que le dispense las facultades esotéricas que le inducirán a interpretar correctamente el libro sagrado, y, finalmente descifrar la profecía. En la serie Dogon Door, Verdú trabaja profusamente con las texturas que le procura la arena para hacer surgir los relieves de aquellas figuras esquemáticas, femeninas y masculinas, que tan profusamente decoran las puertas y ventanas de los dogon, descubriéndonos la fascinación de ese pueblo por establecer y honrar sus líneas genealógicas hasta alcanzar su origen, y que invariablemente nos llevan a los míticos gemelos Nommo. La pieza titulada Bushi (Samurái) retoma el Código del Guerrero y lo transforma en una evocación sintética, a partir de elementos que evocan la coraza, el collar de púas como símbolo de la fidelidad, la muerte simbolizada por cuatro costillas negras, y el rectángulo blanco como recipiente sagrado del honor.
MATERIAS
Verdú maneja con gran soltura y acierto toda suerte de materias. Es un experto en servirse de relieves, de incisiones, de graffiti, de collages de diferentes materiales, con preferencia por el cartón corrugado y de toda suerte de cuerdas y cordeles, sobre los que aplica una gestualidad, aprendida del informalismo y frecuentemente debida a la directa imposición de sus manos. Tanto Horus como Papyrus I son obras eminentemente matéricas. Horus, el protector, es fuente de vida y el pintor lo representa por el disco solar que gira en el firmamento sometiéndolo todo a su poder. Y el pintor explica: «La religión egipcia tenía a Ra como dador de vida. El dios sol subía a su barca todas las mañanas para realizar un viaje de doce horas alrededor de la Tierra. Durante el solsticio de verano, al llegar al cénit y al no proyectar sombra alguna, adoptaba el nombre de Padre Inmanifiesto. Al paso de las horas y cuando llegaba a las tierras de Occidente comenzaba a ser devorado por las tinieblas. Luego el sol, más allá del horizonte, visitaba el mundo de los muertos donde se entablaba la lucha del día contra la noche y del resultado de ella dependía que al día siguiente amaneciera de nuevo. Horus, el protector de Ra, cuidaba de que ese milagro pudiera suceder cada día».
SILUETAS
Eugeni Verdú explica que empezó a pintar desnudos femeninos muy estilizados, poniendo especial énfasis en la silueta. Era en 1996: hizo algo más de una docena de ellos pero no pudo evitar que su propia evolución y fascinación por desentrañar los misterios del arte africano le llevara a abandonar los desnudos de forma bastante radical. Este catálogo reproduce alguno de ellos de los años 1998 a 2003. Si en un principio tiende a confundir la silueta con el fondo valiéndose de un color neutro uniforme (Perfil desnudo), luego optó por una suerte de expresionismo dando al cabello de la mujer un tono anaranjado violento en contraste con un azul que será uno de sus colores preferidos. Hay óleos, acrílicos y matéricos, pero a buen seguro Desnudo B&W es la pintura más interesante, —tanto por el color matizado como por la agilidad del dibujo— de esta serie que llamamos «siluetas». A veces la búsqueda de formas primitivas como una vía de retorno al origen se confunde con la búsqueda de formas no académicas ni convencionales, tal y como le ocurrió a Miguel Ángel. Según explica Vasari: «De joven Miguel Ángel y alguno de sus amigos pintores se apostaron una cena para ver quién de ellos era capaz de dibujar la figura más falta de arte, más torpe. Miguel Ángel, recordando unos monigotes que había visto pintados en una pared, se limitó a reproducirlos de memoria». Y Vasari concluye: «Difícil proeza para un hombre que dibujaba tan bien». A partir de aquellas siluetas, Eugeni Verdú fue ganando en profundidad y en lirismo a medida que se desprendía de la costumbre de imitar la realidad, de la costumbre de reproducir formas. Buscando la esencia de la pintura, sus composiciones se hacían más puramente pictóricas y más rigurosas: era también consciente de que al alejarse de la realidad, hacía que su pintura corriese el riesgo de resultar ilegible, incomprensible para todo aquel que no supiera prescindir del motivo, y para todo aquel que no fuera capaz de captar la poesía hecha meramente de forma y color. A pesar de que desde entonces su pintura fue absoluta y decididamente abstracta, aspira a que resulte tan comunicativa como la figuración. Y es precisamente su cosmogonía la que sirve de vínculo comunicador. Después de la II Guerra Mundial surgió el arte abstracto como nuevo modelo de expresión y extendiéndose por doquier ha resultado ser, a lo largo del tiempo, tan inagotable por lo menos como la figuración. Desde entonces hasta hoy han sido incontables las tentativas de popularizar el arte, de banalizarlo, como ejemplo el pop de Andy Warhol pasando por innumerables propuestas postmodernas sin olvidar las negaciones de los movimientos conceptuales, herederos de Dadá. Pero, pese a todo, aquel arte sigue siendo totalmente actual. Eugeni Verdú recuerda que dibuja desde los 9 ó 10 años, cuando en el colegio recibía clases de dibujo y pintura de los que fueron sus profesores, los pintores Cabanach y Francesc Casademont: le hacían copiar bodegones del natural y realizar toda clase de ejercicios para adquirir soltura con el lápiz, la pluma y más tarde con el pincel. Luego él, por su cuenta, se esforzaba en copiar al óleo láminas de libros que reproducían desde las gitanas de Nonell a las odaliscas de Matisse. Unos años más tarde se interesó por la fotografía. Trabajó el blanco y negro, el color y el laboratorio. Eran fotos poéticas, de un estilo que hoy podría recordar la obra de David Hamilton. Eugeni Verdú reconoce que fueron años provechosos y de resultados muy positivos, pero llegó un momento en que consideró que los trabajos resultaban demasiado mecánicos. Fue entonces cuando retomó los pinceles en serio y ya nunca más dejó de pintar. No sería exacto calificar su obra de abstracta puesto que la presencia constante de un pasado remoto la vincula, aunque etérea, a una realidad. Una realidad que no busca ser reproducida, sino desmitificada. Una realidad más espiritual que material que ahonda en la condición humana, y que investiga las formas primigenias para descubrir los espíritus que las crearon. Investiga y sabe encontrar. Interioriza y sabe expresar. Lo hace con un lenguaje diferente y nuevo, conjugando y actualizando el ayer con una expresión radicalmente moderna, y del que resulta un estilo propio y un sello distinto. Para etiquetar la pintura de Eugeni Verdú, algo que él detesta, habría que recurrir al término expresionismo abstracto. Porque no hay duda de que ha sido fiel a la abstracción desde los primeros balbuceos y que su potencial expresivo ha recorrido una gama amplia y de gran potencia: desde sutiles variaciones matéricas hasta imágenes de un lirismo y una espiritualidad fuera de lo común.